jueves, 19 de septiembre de 2013

Sonar o soñar

Estando en la cubierta del “Maryflower” lo escuchó. Un grupo de pasajeros comentaba una de las noticias que llegaban por radio: “Un estudioso belga había comprobado científicamente que los instrumentos musicales tienen alma”. Aunque el piano desconocía los detalles de esa investigación, lo que había escuchado lo inquietó terriblemente.

Posteriormente, al concluir el viaje, fue transportado hasta un conservatorio donde estudiaban música los jóvenes de una gran ciudad. El cambio del barco a la casa de estudios no lo modificó, casi no lo sintió, pero lo perturbaba la noticia de que era probable que poseyera alma. Desde allí, su sonido no fue el mismo. Los estudiantes comenzaron a dejarlo de lado y de a poco se convirtió en el piano que menos elegían para la práctica.

En consecuencia, fue mudado a un pequeño establecimiento de un pueblo cercano, donde un grupo de docentes jubilados recreaban sus días. Y fue allí, donde se le ocurrió que si tenía alma, también estaba la posibilidad de reencarnar. Y pensó en qué otro instrumento le gustaría volver cuando ya no exista tal como era. Pero no conocía demasiados, sólo la armónica del marinero que solía acompañar los anocheceres del “Maryflower” y un bongó con quien compartía la amenización de los viejitos. Antes del viaje sólo había estado en el salón de quien le había dado forma, por lo menos eso es lo más lejano en sus recuerdos.

De ahí, se le ocurrió repetir lo que le había pasado recientemente. Tener un mal sonido para seguir viajando y conociendo instrumentos, y así poder elegir en cuál reencarnar. Y fue pasando de lugar en lugar y fue conociendo más. Una guitarra que enamoraba mujeres en Estambul, un tambor que acompañó a los soldados en varias batallas, la pandereta de un circo, el violín de un viejo gitano. Pero ninguno lo satisfacía por completo. Y el tiempo pasaba, los lugares se sucedían, las herramientas musicales cambiaban, y él seguía sonando desafinado, lúgubre en los allegros y estridente en los adagios.

Por ello, su alma, si es que la tenía, siempre estuvo atormentada. El piano siempre estuvo persiguiendo el instrumento ideal y se olvidó de brillar él mismo. Sin notar siquiera la importancia de su presencia en cada uno de los lugares que había pisado.

Finalmente, sus últimos días fueron en una humilde vivienda, donde su destino fue alimentar la hoguera que daba calor a sus habitantes. Así, la madera, el marfil, las cuerdas, y todos los materiales con los que estaba hecho pasaron a ser cenizas y el crepitar de las llamas, fue la última música que emitió. Sus cenizas fueron esparcidas por el viento en un campo sembrado de trigo.

La hoguera de la pasión

A fines del siglo XIX, el italiano Salvatore Farrucca decidió invertir su dinero en un pequeño teatro. Fue a instancias de su mujer, por supuesto, la bella Albinia Antognini, quien al llegar al país, se había encargado de repetir que en su Italia natal era una actriz muy renombrada. Es que a diferencia de otros inmigrantes, el matrimonio Farrucca no vino a “hacer la América”, sino todo lo contrario, trajeron su riqueza a este continente.

Por ello, pese a los consejos que había recibido, Don Salvatore se propuso instalar en la creciente Rosario, un lugar para exhibición de espectáculos. Dos años más tarde, con la presencia de autoridades locales y nacionales, se inauguró el teatro “Albinia”. Al principio resultó difícil nutrir la sala con funciones acorde a lo proyectado. Más aún, teniendo en cuenta que uno de los requisitos pedido por el propietario del lugar era que su esposa ocupara un papel, aunque sea modesto, en su elenco. Todos los directores, productores y hasta los amigos relacionados al rubro insistían en recomendarle que no era una buena idea, que era mejor permitir que las obras se representen con su elenco original, sin modificaciones. Pero el inmigrante aseguraba que era su deber demostrar su amor mediante esa pequeña cláusula.

De esta manera, las obras que se estrenaban en el “Albinia” contaban con la actuación de la venerada esposa. Al poco tiempo, las compañías ya conocían de antemano la excepción requerida y arribaban a la ciudad programando un papel apartado para la italiana. A veces era un rol especialmente incluído y en otras ocasiones, sacrificaban a alguien del elenco, para no reformar el guión original. Así es que, para poder presentarse en la ciudad, en un lindo y bien construido teatro, y no interrumpir las giras, los empresarios preferían aceptar a Albinia.

En consecuencia, la fama de la actriz italiana fue creciendo y su figura ya no era resistida, por el contrario, comenzó a recibir ofertas de integrar elencos para viajar por todo el país. Pero ella se negaba permanentemente. Aseguraba que no podía dejar a su marido, que no podía separarse de su lado, ni siquiera por unos días. Los admiradores aumentaron, las revistas reflejaban el crecimiento de su carrera, y el público la admiraba ya no sólo ante su actuación, sino también en su vida privada.

No obstante, en la cima de la popularidad, en el mejor momento de su historia actoral, la vida da un giro inesperado, como en muchas de las obras que ella misma había protagonizado. Una enfermedad, de esas que van apagando de a poco hasta los mejores brillos vitales, golpeó duramente a la estrella del teatro. Salvatore recorrió miles de kilómetros en busca de un médico que le diera una solución. Donde existía una esperanza de salvación o de cura, allí iba el italiano.

Finalmente, tras casi dos años de lenta y penosa agonía, la estrella de Albinia se apagó. Su última aparición pública fue en la entrega de los premios a las producciones teatrales. Desde allí, Salvatore cayó en una profunda depresión y no se supo más de su paradero.

Sin embargo, la actividad del teatro no se vió alterada porque había contratos firmados por mucho tiempo. Aunque es cierto, no hubo nuevas contrataciones. Y los éxitos se sucedieron como si nada, como si la inmigrante siguiera participando de cada función. Finalmente, tras una extensa gira, la obra “Hablando de la libertad” brindó un último espectáculo, coincidiendo con el último contrato firmado entre Farrucca y una compañía. Al día siguiente, la esquina tradicional de Rosario se vio iluminada por altísimas llamas que derovaban el templo del arte. Los bomberos trabajaron intensamente para apagar el incendio, pero todo fue inútil, nada quedó del esplendor del “Albinia”.

Mientras, las autoridades trataban de ubicar a Salvatore, ya que nada se supo del dueño del lugar siniestrado. Días después, mientras se realizaban los peritajes dentro de lo que alguna vez fue la platea del teatro, descubrieron los restos de Farrucca. Su cuerpo estaba absolutamente calcinado, pero algunos ropajes típicos del italiano, la pipa, el bastón y una copa que había quedado intacta, hicieron suponer a los investigadores, que se trataba de él. La leyenda quedó inscripta luego en todas las crónicas. El hombre no pudo soportar el dolor de ya no tener a su actriz favorita y decidió que su pasión ardiera más allá de su alma. Si el fuego de su amor lo había llevado a construir un teatro, otro fuego debía llevarlo con ella. Y así, sentado en primera fila, como siempre, como imaginándola sobre el escenario, fue en su búsqueda, consumido por las llamas de la eternidad.